N ° 10/2001
Buenos Aires, abril 09 de 2001.-
Hace unas semanas renunció un equipo económico que, por primera vez en mucho tiempo, presentó un proyecto razonable que ponía la carga del ajuste donde debía ser: en el sector público. Si bien el recorte previsto distaba de proveer una solución cabal a los problemas económicos argentinos, constituía un ataque inicial a una de sus principales causas: el elevado gasto público, y el consecuente déficit fiscal.
Lo sucedió Domingo Cavallo, quién montándose en el prestigio que le valió la ley de convertibilidad, que hace 10 años puso fin a la rampante hiperinflación que destruía a la economía argentina, logró traer un cierto nivel de confianza y estabilidad al mercado y a la opinión pública que habían sido sacudidos por la intensa crisis política de las semanas anteriores. Cavallo impulsó ahora una nueva "súper" ley, en analogía a la exitosa ley de convertibilidad, que llamó "ley de competitividad". El contenido de dicha ley consiste principalmente en la delegación de facultades legislativas extraordinarias al Poder Ejecutivo para ciertos temas de política económica, y, no menos importante, en la creación de un nuevo impuesto a las transferencias financieras, cuya alícuota es finalmente del 0,25%.
Todo esto es historia conocida. ¿Pero cuál es el plan de Cavallo hasta el momento?
Por un lado tenemos la creación del nuevo impuesto a las transferencias financieras (movimientos en cuanta corriente), que, según la flamante ley de competitividad, "podría" ser a cuenta del Impuesto a las Ganancias y del Impuesto al Valor Agregado, aunque el "podría" quedó, no muy sorprendentemente, en "veremos." O sea, se trata de una nueva carga, no menor, para el sector privado. Por otro lado, no debemos restarle importancia al hecho de que, al mismo tiempo, se bajó el tope máximo para las transacciones en efectivo de $10.000 a $1.000. Esto, claro está, es un complemento del nuevo impuesto, pues aumenta notablemente su base imponible. Pero también significa que en Argentina está virtualmente prohibido caminar con más de $1.000 en el bolsillo. Teóricamente, para poder controlar el cumplimiento de esta nueva norma, podríamos encontrarnos con que somos detenidos en la calle para que nos revisen la billetera, el portafolio, o la cartera. En la jerga política argentina esto se denomina "lucha contra la evasión." Pero mientras los ciudadanos sigan enfrentando a un Estado que brinda malos servicios (ni siquiera cumple eficientemente con las razones que constituyen su principal razón de ser, la seguridad y la justicia), cobra altísimos impuestos, es ineficiente y corrupto, y se niega nuevamente a participar del ajuste, la "lucha contra la evasión" no es solo sarcástica, sino también un abuso.
Además de la creación de nuevos impuestos, otra de las estrategias de nuestro flamante ministro de Economía es volver a lo que demostró no funcionar y tuvo terribles consecuencias para la economía argentina: la protección de ciertas industrias a través de un aumento de los aranceles aduaneros a los bienes de consumo. Tanto la teoría económica como la experiencia argentina nos indican las consecuencias de este tipo de políticas: una caída en el bienestar de los consumidores, que ahora van a tener que comprar productos más caros, de menor calidad y variedad, una asignación ineficiente de los recursos consecuencia de las distorsiones que crea un impuesto de este tipo, y la creación de grupos de interés que dificultarán la eliminación de los aranceles una vez que el supuesto "remedio" brinde los resultados esperados.
Si una industria necesita de protección para mantenerse en actividad y crecer, entonces por definición no es competitiva. Y la protección más que un remedio es un analgésico. No hace a la empresa más competitiva, sino que simplemente le otorga un privilegio que asegura su subsistencia, y que como todo privilegio es pagado por alguien, en este caso, los consumidores. La protección produce una caída del bienestar, pero los beneficios están concentrados en unas pocas empresas, y son altos para cada una de ellas, mientras que los costos los pagan millones de consumidores dispersos a quienes el arancel afecta individualmente en un monto pequeño, insuficiente para justificar tratar de unirse con otros afectados y protestar.
Una de las características de este nuevo plan económico es que por el momento beneficia ante todo a las grandes empresas argentinas y multinacionales, a aquellas empresas que tienen influencia sobre el poder político (léase hacer lobby en el Congreso). La vida de las pequeñas y medianas empresas parece seguir siendo la misma lucha contra un mar de regulaciones sin sentido, corrupción, y altísimos impuestos.
En pocas palabras, hasta ahora el plan de Cavallo se puede resumir de la siguiente manera: el ajuste nuevamente pasó al común de los argentinos, en su rol de contribuyentes, consumidores, o pequeños y medianos empresarios. La clase política, mientras tanto, se niega a participar, y se aferra con fuerza a sus privilegios.
Verena Wachnitz es Coordinadora de Investigaciones de la Fundación Atlas para una Sociedad Libre.