N ° 06/2002
Buenos Aires, junio 25 de 2002.-
Un psicólogo diría que los conflictos no resueltos se vuelven a vivir. No parece casual que en la Argentina donde esa profesión tiene más clientela que en otras latitudes, la atracción por la violencia de una parte de la sociedad y la incapacidad para encararla de la otra, aparezcan una vez más en escena con ingredientes repetidos.
No pasaron años sino unos meses desde los hechos del 19 y 20 de diciembre que una investigación judicial atribuye a una operación orquestada para derribar al gobierno que había sido hasta ese momento de la Alianza y ese día se convirtió en el gobierno nada más que de Fernando de la Rua (nada hay más solitario que el fracaso).
Lo cierto es que hay sobrados motivos para pensar que el llamado movimiento piquetero fue un elemento asociado al golpe civil del 20 de diciembre que terminó con el sueño de que la Argentina tenía problemas pero había superado su decadencia. Los vínculos entre el peronismo de la Provincia de Buenos Aires y el piqueterismo no son ya un secreto para nadie. Algunos de sus dirigentes son frecuentes visitantes del presidente provisional y si bien no suspenden los piquetes por lluvia parecen a veces tener motivaciones parecidas para no llevarlos a cabo. Duhalde dijo, por si hicieran falta mayores precisiones, que si no fuera presidente sería piquetero y la subsistencia de esas organizaciones es debida básicamente a la dádiva oficial.
Todo esto muestra que una vez más desde la política peronista tradicional acostumbrada al arreo de personas y la utilización de la miseria con fines políticos (actividad que nadie condena moralmente en la Argentina) se coquetea con la violencia marxista creyendo que se la usa, para advertir tarde que ellos han sido los usados. Duhalde no ha echado a los estúpidos que gritan de la plaza todavía, pero la situación es muy parecida. Esperemos que a esto no le siga, como en esa época que tantos argentinos notables añoran, la organización de la venganza desde adentro del Estado por la parcialidad política que se sintió “traicionada”, sino la aplicación estricta de la Ley y la purga de quienes desde el poder hicieron crecer al monstruo.
No empezamos bien en ese sentido. No solo por la muerte de dos personas indefensas, sino por la impunidad total con la que el juez actuante premió las tropelías piqueteras y la figura benévola de “intimidación pública” que aplicó. Se trata de organizaciones con fines delictivos públicamente expuestos y con hechos múltiples transmitidos por televisión que se dan el lujo de anunciar frente a las cámaras un cronograma preciso de delitos contra la libertad de circular, pero no hay juez o fiscal que parezcan dispuestos a utilizar el tipo delictivo específico para esta situación, el de la asociación ilícita, que tienen reservado para acometidas políticamente más redituables. La reacción contra la brutalidad debe provenir de la Ley, pero cuando las instituciones huyen o simpatizan con los agresores, y de eso sabemos bastante, la única respuesta que se presenta es una brutalidad igual de signo contrario.
Si el piqueterismo fuera investigado como asociación ilícita, las consecuencias ya no las sufrirían algunos pocos infelices eternamente utilizados como carne de cañón sino los cabecillas de la organización que ni siquiera se tapan el rostro con un pañuelo porque saben que en la Argentina si se está de cierto lado del espectro ideológico se está más allá de la Ley.
Mientras tanto entre la violencia política, los delincuentes con uniforme, los delincuentes sin uniforme y el Estado asaltante autor de corralitos, devaluaciones y pesificaciones, se encuentra siempre como víctima el grueso de la población. El asunto es si esa población cuenta con valores que le permitan pararse correctamente frente a los acontecimientos o más bien contribuye de manera inconsciente, si distingue a los que atacan de los que se defienden, si premia el trabajo o el vivir de regalado, si respalda a quienes tienen que defenderla de todos esos males o glorifica al Che Guevara. Habrá entonces que decidir no estar del lado equivocado una vez más, o repetir la historia.