N ° 16/2005 - Año 6º
Buenos Aires, noviembre 17 de 2005.-
Si la lógica tuviera algo que ver con el asunto, quienes nos dicen que se sienten angustiados por el hecho de que buena parte de la población de la Argentina siga hundida en la miseria sentirían entusiasmo por la visita del presidente de Estados Unidos por tratarse del representante máximo del país que ha contribuido más que cualquier otro a impulsar el crecimiento económico y por lo tanto a posibilitar que en la actualidad pueblos enteros disfruten de un nivel de bienestar que hubiera asombrado al emperador romano más extravagante. De no haber sido por los norteamericanos, Europa occidental no se hubiera recuperado pronto después de la Segunda Guerra Mundial que la dejó arruinada, China no hubiera podido convertirse un par de generaciones más tarde en el taller del mundo vendiendo sus productos al insaciable mercado estadounidense, una hazaña que permitió que más de doscientos millones de personas se sumaran a la clase media, y el fuerte rebote macroeconómico que aquí siguió al colapso del 2001 y el 2002 se hubiera agotado hace mucho tiempo. Nos guste o no, desde hace mucho tiempo Estados Unidos es la locomotora que tira la economía mundial.
Cuando es cuestión de pasiones políticas, empero, la lógica es siempre lo de menos. Aunque en términos objetivos Estados Unidos es el enemigo más temible que la pobreza haya tenido que enfrentar desde la Edad de Piedra, los más prefieren creer que en verdad es la causa principal de todas las muchas lacras que se denuncian. Es por eso que en países atrasados se presta tanta atención a los espectáculos a menudo truculentos que son brindados por quienes aborrecen "la globalización", o sea, la difusión de modalidades por lo común norteamericanas que han servido para enriquecer tanto a la superpotencia como a Europa y el Japón, y a las reuniones periódicas que organiza la muchedumbre variopinta de comunistas, trotskistas, progresistas y místicos que dicen hablar en nombre de los pueblos. Cuando estos filántropos celebran sus encuentros tumultuosos -la llamada "contracumbre de las Américas" es uno- compiten para ver cuál orador pueda denunciar a Estados Unidos con más virulencia.
Los hombres y mujeres que asisten a tales funciones hablan como si poseyeran recetas económicas que en el caso de aplicarse solucionarían enseguida los problemas de los pobres, pero que por razones inconfesables los yanquis, encabezados por el satánico George W. Bush, insisten en impedirlo. ¿Existen motivos para tomar en serio tales pretensiones? Claro que no. En la lucha contra la pobreza el comunismo resultó ser peor que inútil: en 1990 la mayoría de los rusos y ucranianos percibía menos que sus bisabuelos bajo los zares; antes de la revolución castrista, Cuba estaba entre los países latinoamericanos más prósperos, equiparable en tal sentido con la Argentina. Así y todo, si bien las propuestas planteadas por los personajes que hacen carrera viajando por el mundo denunciando la pobreza ajena no podría sino fracasar de forma trágica, a muy pocos se les ocurriría tildarlos de farsantes hipócritas. Antes bien, los medios de difusión más prestigiosos del planeta e instituciones como la Academia sueca los tratan con reverencia. Puede que los responsables de adular a estos contestatarios profesionales sepan muy bien que no tienen la más mínima idea de cómo crear riqueza para entonces distribuirla para que la mayoría se vea beneficiada, pero les encanta fingir estar convencidos de que sí entienden los secretos del desarrollo.
Sería coherente la conducta de los enemigos jurados del capitalismo y por lo tanto de Estados Unidos si se afirmaran tan enamorados de la pobreza que estuvieran resueltos a defenderla contra los decididos a promover el progreso económico, pero con la hipotética excepción de algunos ascetas ninguno reivindicaría dicha actitud. Fuera de algunas órdenes religiosas muy austeras, no abundan los que luego de exaltar los méritos estéticos o éticos de su doctrina favorita señalan que por desgracia su adopción obligaría a la sociedad a resignarse a la pobreza permanente. Todo el discurso de los anticapitalistas se inspira en la noción extravagante de que las fórmulas predicadas por el comunismo o por una variante folclórica de dicho credo sean muchísimo más eficaces que las recomendadas por los seducidos por la prédica de los liberales. Para ellos, el destino malhadado de la Unión Soviética y sus satélites, Camboya, Cuba y Corea del Norte, países depauperados de manera sistemática por sus gobernantes, carece de significado mientras que los chinos cometieron un grave error cuando optaron por liberalizar su economía. Hipercríticos frente al capitalismo, dan a las "alternativas" el beneficio de toda duda concebible y de muchas que para un ser racional no lo son.
Que éste sea el caso nos ayuda a entender las razones por las que centenares de millones aún viven en la miseria más absoluta a pesar de que desde hace muchas décadas se sabe muy bien lo que hay que hacer para que una sociedad consiga dejarla atrás. A partir de la Revolución Industrial, el mundo es un gran laboratorio en el que se probaría una multitud de esquemas distintas, de suerte que ya es evidente cuáles funcionan y cuáles no sirven, pero tan fuerte es la resistencia a las reformas que muchos, entre ellos los asistentes a la "contracumbre" marplatense, piensan, hablan y actúan como si nada de eso hubiera sucedido. En algunos casos, los motivos son materiales: es natural que sean proteccionistas los dueños de empresas que temen a las importaciones. En otros, tienen que ver con la construcción de una personalidad pública o, si se quiere, de una imagen que vende bien en el mercado intelectual. Desde el punto de vista de estos individuos, aceptar que sus teorías no tienen ni pies ni cabeza resultaría tan humillante e incluso costoso como lo sería para el presidente de una automotriz confesar que los modelos que produce su empresa son cachivaches. Puesto que quienes en la Argentina y en el resto de América Latina se aseveran los mejores amigos de los pobres están comprometidos con ideologías que, de aplicarse, sólo asegurarían que fueran más pobres todavía, es poco probable que mucho cambie en este ámbito tan importante en los años próximos. Los que se animen a proponer medidas concretas que, a juzgar por la experiencia de otros países, podrían darles la posibilidad de salir de la miseria no gozarán del aplauso agradecido de aquellos que rasgan sus vestiduras en público cuando piensan en lo terrible que es que tantos vivan en condiciones que califican de infrahumanas. Antes bien, serán denunciados por su falta de sensibilidad. Tanto hoy en día como en el pasado, muchos suponen que compadecerse de los pobres es considerado propio de un alma superior, pero que sólo un bruto intentaría abrirles un camino que andando el tiempo llevaría a todos salvo un puñado de incapaces al bienestar.
Es unánime la opinión de que la pobreza es mala y que la lucha contra ella debería ser prioritaria, pero a juzgar por la evolución política y económica de la Argentina y de otros países, para la mayoría las penurias de tantos compatriotas importan menos que ideas determinadas que defienden como si fueran convicciones religiosas, sus sentimientos nacionalistas o el rencor que sienten hacia personas que en su imaginación desempeñan el papel del mal. Los pobres les resultan útiles en la medida en que pueden atribuir su condición al comportamiento siniestro de sus propios enemigos. Aunque no se dan motivos racionales para suponer que la Argentina nadaría en la abundancia si no fuera por la existencia de Estados Unidos, detalles menores de este tipo nunca preocuparían a quienes, con un poco de ingenuidad, son capaces de persuadirse de que gritar consignas contra Bush y el imperialismo yanqui es una forma inmejorable de ayudar a los más necesitados.