N ° 16/2005 - Año 6º
Buenos Aires, noviembre 17 de 2005.-
Una generación atrás, intelectuales progresistas galos solían decir que siempre es mejor equivocarse con Jean Paul Sartre, un admirador de Stalin que con el tiempo se haría maoísta, que tener razón con el insulso demócrata Raymond Aron.
Fieles a este lema sectario y servil, muchos, orgullosos del amor que sentían por los oprimidos de la Tierra y de su propio coraje moral, se entusiasmarían por una serie de regímenes genocidas, convirtiéndose así en sus cómplices. Sucede que a asesinos sanguinarios de cierto tipo les estimula saber que disfrutan de la aprobación de intelectuales prestigiosos que, como curas, los ayudan a mantener limpia la conciencia para que puedan seguir trabajando sin ser molestados por remordimientos.
En América latina, los parientes lejanos de aquellos pensadores franceses de la posguerra aún creen que es mejor pasar por alto los crímenes de lesa humanidad perpetrados por una dictadura que se afirma revolucionaria de lo que sería "alinearse" con Estados Unidos. Es su forma de equivocarse, una vez más, con Sartre.
¿Influye ese tipo de actitud en la de Fidel Castro? Desde luego que sí: de otro modo, el régimen no se preocuparía por lo que dicen los demás.
Aunque es imposible medir los efectos concretos de la opinión ajena sobre la conducta de una persona o de un gobierno, es legítimo creer que de no haber sido por la prédica de intelectuales filocastristas en Europa, América latina y Estados Unidos, muchos cubanos que fueron asesinados todavía estarían entre nosotros. Es un error decir que las ideas no matan: el siglo pasado, mataron a más de cien millones de hombres, mujeres y niños.
La militancia norteamericana en favor de los derechos humanos de los cubanos puede denunciarse por hipócrita, selectiva e interesada, pero suponer que como consecuencia los bien pensantes del resto de la región deberían abandonar a su suerte a las muchas víctimas del régimen castrista es un sofisma burdo que refleja la voluntad de subordinar todo a lealtades partidarias, ideológicas, religiosas o tribales que tanto ha contribuido a hacer de la historia del género humano un catálogo interminable de horrores.
A juicio de muchos latinoamericanos que se creen buenas personas, lo que el amigo Fidel hace con los cubanos carece de importancia en comparación con la presunta necesidad de marcar distancias con Washington, de mostrar que no se dejarán engañar por la superpotencia. En el altar de su propia vanidad, están dispuestos a sacrificar a cualquier cantidad de "hermanos".
Así, pues, Castro puede encarcelar a latinoamericanos por no compartir sus opiniones, torturarlos, fusilarlos, prohibirles viajar y hambrearlos sin que un gobierno encabezado por un paladín de los derechos humanos de la talla de Néstor Kirchner se crea calificado para amonestarlo. ¿Por qué? Por una cuestión de solidaridad latinoamericana.
Extraña solidaridad ésta que se manifiesta por la indiferencia más absoluta frente al sufrimiento de latinoamericanos de carne y hueso.
Uno pensaría que hombres y mujeres tan sensibles como los kirchneristas sentirían indignación por la mera existencia en la región de un dictador despiadado a quien le encanta vestirse de militar y que comete a diario barbaridades que, de darse en la Argentina, les parecerían intolerables, propias de épocas felizmente superadas.
Sin embargo, lejos de animarse a tratar a Castro con la dureza por la que se ha hecho mundialmente famoso, Kirchner intenta congraciarse con él a fin de convencer a la izquierda autoritaria local de que es uno de los suyos.
Para brindar una pátina de respetabilidad a su postura, el Gobierno se afirma reacio a intervenir en los asuntos internos de otros países. ¿Y todas aquellas "declaraciones, convenciones y pactos complementarios de derechos y garantías" internacionales, cuando no interamericanos, que según la Constitución "tienen jerarquía superior a las leyes"?
Son palabras, nada más. Como los militares del Proceso, el gobierno de Kirchner se opone firmemente a lo que el entonces canciller Oscar Montes llamaba "el imperialismo de los derechos humanos".