N ° 06/2005 - Año 6º
Buenos Aires, mayo 06 de 2005.-
Sobre el recital inaugural en Obras Sanitarias.
Con un espléndido marco de honda indiferencia popular, y con un fantástico despliegue de adoradores en tránsito de la nueva política, fue que Alberto Fernández, festejó su carísima consagración como jefe del peronismo artificial de Buenos Aires City.
Tratase de un ídolo de multitudes pautadas. Un insulso trapecista que, conocedor de su unánime capacidad de seducción, convocó, a tantos abnegados peronistas pirandellianos, para la faena improbable de enamorar, justamente, a la sociedad porteña.
Entonces el Alberto disertó ante el fervor claramente ministerial, y la lícita experiencia de novatos que tienen todo aún por aprender, como por ejemplo Cavalieri y el "Centauro" Rodríguez. Y ante la euforia ruidosamente alquilada de numerosos representantes del peronismo de consorcio.
En definitiva, con un auditorio colmado de empleados estables dispuestos a conmoverse con alguna frase. Y que indudablemente se lanzaron ya a tratar de enamorar a cualquiera, así sea cordobés.
Téngase en cuenta que, el peronismo de la ciudad de Buenos Aires tiene el magnífico encanto de su inexistencia. Lo cual significa un desafío estético, con raigambre poética.
Tati Vernet, el prestigioso filósofo positivista de la Escuela de Rosario, y acaso el único pensador que pudo encontrarle una cierta racionalidad al kirchnerismo que le tira tanto flit, sostuvo en una distante disertación: “En Buenos Aires hay muchos peronistas, pero no hay peronismo".
Y no parece ser Alberto Fernández, un hombre capitalizado por lealtades tan reversibles, con un sentido tan amplio del concepto de pertenencia, el dirigente indicado para conciliar la respetabilidad de los peronistas dispersos. A falta de claridad conceptual y liderazgo reconocido, puede ofrecer las virtudes de una billetera que no le pertenece.
De todos modos suele ser dificultoso adquirir, si no el prestigio, el respeto.
Aunque hoy se aferre a las prepotentes bondades de su nuevo líder, el perentorio Kirchner.
Y con un ímpetu superior, incluso, o por lo menos un tanto más enfático, al que supo exhibir cuando escalaba posiciones para cuadrarse oportunamente ante Menem, Duhalde, Beliz y -sobre todo- Cavallo.
Por si no bastara, los rasgos de su oralidad emotiva remiten más al tono lánguido de Granillo Ocampo, que a las figuras más sólidas de Grosso. Y como único mérito puede consignársele la brevedad. Aparte, claro, de su olvidable intrascendencia, que armoniza con la inexistencia -hay que aceptarlo- del peronismo impersonal que pretende representar.
Aunque en realidad, el Alberto sólo completaba la mera función decorativa de introducir a la principal figura del recital. A la señora Cristina Fernández, La Vampiresa. Una supuestamente carta fundamental, lo cual explicita la precariedad intelectual de esa jactancia de Artemio, que se cataloga, sin rigor, como kirchnerismo.
La cuestión que la señora, con su cultura de contratapas, con la arrogancia gestual de su artificio, con la ligereza de su inteligencia franciscana, y con sus arrebatos de incontenible superficialidad, se las ingenió para situarse en el centro de un escenario político signado, ante todo, por la decadencia.
De todos modos, La Vampiresa se atreve a ciertamente calculadas bajadas de línea. Aunque supo más crecer en el silencio y en el misterio, pero en adelante tendrá que someterse a los riesgos de la exposición, al desafío de las palabras que sólo pueden lucir si enfrente no tiene un buen competidor.
Si Cristina, La Vampiresa, es la máxima carta, a no dudarlo. La potencia del kirchnerismo tiene un destino de paulatino desmoronamiento.
El edificio que construye Artemiópolis presenta características de extremada vulnerabilidad.