N ° 11/2003
Buenos Aires, agosto 15 de 2003.-
Robert A. Potash, el gran historiador norteamericano de la política militar en la Argentina, escribe a continuación para nuestro diario su opinión sobre el descabezamiento ocurrido en la conducción del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. Potash es historiador y profesor emérito de la Universidad de Massachusetts, de la que es docente desde 1950. La obra con la cual obtuvo la consideración académica internacional son los tres volúmenes de "El Ejército y la política en la Argentina":
AMHERST, Massachusetts.- La Argentina parece no poder escapar nunca de su pasado.
En un momento en que las energías del país deberían centralizarse en responder a la necesidad de una reforma política, de restaurar sus estructuras de crédito, de reducir el desempleo, el hambre y la pobreza, mejorar la calidad de sus escuelas y un montón de otros problemas que darían la confianza pública en un futuro mejor, los temas relacionados con el Ejército acaparan la atención del Gobierno y del pueblo.
Esta vez no fueron las Fuerzas Armadas las que llevaron el tema adelante, sino el mismo presidente Kirchner. Primero por su sorpresiva purga de la cúpula militar, y luego, por su anuncio, en la comida anual de camaradería, que aquellos militares que hayan cometido crímenes durante el Proceso no deberían quedar sin ser castigados.
La decisión del Presidente de nombrar como jefe del Ejército al general de brigada Roberto Bendini, hombre que llegó a conocer en su condición de comandante de brigada en la provincia de Santa Cruz, terminó con el forzado retiro de 20 generales del más alto rango.
En un principio el número era 27, lo que hubiera dejado al arma con sólo 18 generales, pero Bendini negoció con el Presidente y logró retener a siete generales, todos de su misma promoción del Colegio Militar de la Nación. Si bien el Presidente tiene el derecho de elegir a sus jefes de equipo, la pérdida de tantos oficiales experimentados no puede dejar de tener efecto dentro de la institución militar.
Después de todo, cada uno de los veinte generales (y sus equivalentes en la Armada y en la Fuerza Aérea que fueron obligados a retirarse por razones similares) representaban una considerable inversión del país en su preparación y en los ascensos.
Ellos habían llegado a sus posiciones de acuerdo con las leyes y regulaciones vigentes, y cada uno tuvo que lograr la aprobación, al menos en dos ocasiones diferentes, de un Senado nacional que utilizó como filtro el tema de los derechos humanos.
La forma arbitraria en que se dio fin a sus carreras, sospecho, podría tener un impacto negativo en los jóvenes que piensan seguir la carrera militar.
El Presidente justificó su llamado a castigar a algunos militares por consideración a la memoria y como una manera de contribuir a la verdad y así promover la reconciliación entre los argentinos. ¿Pero la memoria y la verdad de quién?
Si consideramos que los obstáculos legales para esos juicios se salvaran, dado su carácter confrontativo, ¿es posible que generen más disputas entre las partes, del tipo de las que ya hemos oído?
¿Aprenderían los historiadores algo nuevo?
¿O el principal objetivo es satisfacer a la organización defensora de los derechos humanos que comprensiblemente ha estado demandando acciones durante veinte años?
Pero sentenciar ahora a militares o a personal de seguridad, ya sea por una corte argentina o extranjera, por crímenes contra los derechos humanos de hace un cuarto de siglo, ¿crearía un encuentro de las mentes y de los corazones?
¿Sentirían lo mismo los familiares de aquellos que fueron víctimas de la violencia de la guerrilla?
¿Abrir viejas heridas es la mejor manera de resolver los principales problemas que enfrenta la Argentina de hoy?
Quizás haya llegado el momento para la Argentina de seguir los pasos de otros países que experimentaron una costosa violencia política o hasta guerras civiles y lograron dejar el pasado atrás.