N ° 7/2003
Buenos Aires, mayo 28 de 2003.-
Tiene razón el pronto a ser presidente Néstor Kirchner: ya ha quedado demostrado que se puede vivir sin ningún acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. También ha quedado demostrado que se puede vivir sin piernas o sin ojos, pero esto no es gran consuelo para los que luego de sufrir un accidente atroz, de un día para otro se han encontrado obligados a hacer frente al desafío terrible así supuesto. Puede que haya países que por razones bien concretas sencillamente no estén en condiciones de abrirse camino en el mundo actual, pero la verdad es que no existen motivos para suponer que la Argentina tenga forzosamente que sumarse al pelotón de desafortunados que ya hubieran desaparecido del mapa político del mundo si no fuera por la voluntad de un puñado de privilegiados de defender su independencia en buena medida ficticia.
Por poseer recursos naturales abundantes y por contar con una población que a pesar de todo es de cultura aún netamente occidental, la Argentina no debería tener por qué preocuparse, pero, claro está, gracias a los esfuerzos de una clase dirigente asombrosamente inepta se las ha ingeniado para caer en un pozo de miseria con más de la mitad de la población por debajo de la línea de pobreza. Puede que, en comparación con el porvenir apocalíptico que tantos vaticinaban con extraña fruición cuando los presidentes se sucedían en la Casa Rosada a una velocidad alucinante y el fantasma de la hiperinflación estaba al acecho, la condición del país -sin el Fondo- sea decididamente satisfactoria, pero el que algunos puedan afirmarse conformes con tan poco es de por sí evidencia de que la crisis sigue siendo muy pero muy profunda.
Pues bien: ¿cuáles son las razones por las que Kirchner, como Eduardo Duhalde y, se supone, el ministro de Economía de ambos Roberto Lavagna, se oponen a un arreglo definitivo con el FMI? No es que crean que por priorizar la estabilidad financiera planetaria Horst Köehler, Anne Krueger y compañía vayan a negarse a apoyar un programa ambicioso destinado a permitir que la Argentina rompa definitivamente con mucho más de medio siglo de fracasos: si fuera así, sería admirable su escaso respeto por una institución esencialmente conservadora que acaso no sentiría mucho entusiasmo por reformas profundas encaminadas a preparar el país para emular a Corea del Sur. Sin embargo, según los tres peronistas, además de una multitud de radicales e izquierdistas, el problema no es que los "técnicos" del organismo propendan a subestimar la capacidad de los argentinos sino que a su entender son demasiado duros, piden lo imposible, quieren que el gobierno haga frente enseguida a dificultades monstruosas, mientras que en su opinión lo que más convendría sería mantener las cosas más o menos como están, ahorrándose de este modo complicaciones políticas.
Tal actitud sería rescatable si en verdad la Argentina funcionara bastante bien a pesar de la "heterodoxia" de sus gerentes, pero sucede que desde cualquier punto de vista aceptable su estado es desastroso. Por lo tanto, lo lógico sería que el gobierno de Kirchner sobreactuara, atacando las dificultades con un vigor y una severidad que dejaran pasmados a fondomonetaristas habituados a que los funcionarios de países mal administrados pierdan el tiempo inventando pretextos para no hacer nada salvo hablar de su decisión de "luchar" contra la desocupación y otros males sociales sin explicar muy bien cómo lo harán.
Con cierto orgullo, Kirchner ha subrayado que todos los integrantes de su gobierno, además de ser peronistas o afines, son relativamente jóvenes por tratarse de cuarentones o cincuentones. En algunas partes del mundo, la edad promedio de los miembros de su gabinete podría tomarse por un dato alentador por significar que estarían más dispuestos que sus mayores a prestar atención a ideas nuevas. En la Argentina, empero, éste no es exactamente el caso. A juzgar por las declaraciones que los kirchneristas, capitaneados por su jefe, han estado formulando últimamente, son personas que tienden a creer que las calamidades de la Argentina comenzaron con el golpe de 1976 que, dicen, no sólo fue "genocida" sino que también sirvió para instalar aquí el "neoliberalismo", de suerte que lo que les corresponde hacer es restaurar el orden existente antes de la irrupción de los militares. Tal objetivo tendría algún sentido si antes de lo que para ellos fue la fecha clave la Argentina hubiera sido un dechado de prosperidad, justicia social, eficiencia y sabiduría política, pero, obvio es decirlo, no lo era en absoluto. Por el contrario, aquel golpe brutal fue una reacción tan desesperada como sanguinaria frente a una situación que ya se había hecho insostenible. Mal que les pese a estos kirchneristas amnésicos, la caída empezó muchas décadas antes: el golpismo militar fue un síntoma más, sin duda el más feo, de una "crisis" que ya amenazaba con eternizarse, pero no fue la causa fundamental del exasperante atraso del país.
La voluntad, en algunos casos interesada y en otras atribuible a nada más que la pereza mental, de tantos políticos de creer que la gran crisis nacional es obra exclusiva de los militares y de los "neoliberales", constituye uno de los obstáculos principales en el camino de la modernización y por eso contribuye a fabricar miseria. En vez de rechazar los años noventa en nombre del siglo XXI, lo hacen manifestando su nostalgia por el país imaginario de su juventud de militantes estudiantiles fascinados por teorías conspirativas muy similares a las cultivadas por los fascistas, falangistas y marxistas europeos de la generación de sus abuelos. Sin embargo, a menos que los encargados de gobernar la Argentina hagan un esfuerzo genuino por entender las causas básicas de lo que ha sucedido, no podrán idear programas que andando el tiempo permitirían avanzar con la rapidez necesaria para comenzar a cerrar la brecha que ya la separa de los países que están encabezando la aventura humana y que está ampliándose a una velocidad infernal. Por cierto, si en el fondo lo único que se han propuesto los kirchneristas es volver a los primeros meses de 1976, no tendrían derecho a sentirse sorprendidos si el cuarto de siglo siguiente resultara ser tan nefasto como el que en efecto transcurrió después de lo que es de esperar fue el último intento de solucionar por la fuerza problemas que se originaron en la cultura política que en aquel entonces compartían militares y civiles, incluyendo a muchos que más tarde ocuparían puestos clave en gobiernos democráticos.
El grito de guerra "que se vayan todos" se inspiró en la sensación nada arbitraria de que las preocupaciones de virtualmente todos los integrantes de la clase política nacional tenían muy poco que ver con los "problemas de la gente". La respuesta de los políticos así repudiados no fue ponerse a revisar "verdades" heredadas sino mantener un perfil bajo durante algunos meses para después reanudar el juego de acusar a otros -los banqueros, los técnicos del Fondo, Carlos Menem, los militares- de ser los responsables de arruinar el país. Es lo que están haciendo los kirchneristas que, por tratarse de militantes peronistas profesionales, quieren ubicar el inicio de la decadencia en 1976, una fecha bastante reciente, no en otra anterior, porque en tal caso se verían constreñidos a reconocer que ha sido realmente notable el aporte de su propio movimiento a la catástrofe colectiva que está viviendo el país. Sin embargo, hasta que los miembros pensantes de un gobierno nacional se animen a remontarse al momento en el que la Argentina empezó a alejarse de los demás países occidentales con el resultado de que no pudo disfrutar de los "treinta años gloriosos" de la posguerra en los que los europeos y, poco después, los japoneses alcanzaran un nivel de prosperidad antes considerado propio de los norteamericanos, no les será posible plasmar una estrategia adecuada para que, por fin, la mayoría tenga buenos motivos para prever un futuro que sea por lo menos comparable con el presente primer mundista.