N ° 09/2002
Buenos Aires, agosto 09 de 2002.-
Los cambios producidos en los últimos meses fueron tan violentos que no dejan de provocar asombro. Lo más impactante es que antes era barato el capital y alto el salario. Ahora es a la inversa, como en la Edad Media.
Describir la crisis es ya un lugar común. Lo importante es identificar las causas, para que la Argentina pueda levantarse y caminar nuevamente.
Son tan dolorosas las heridas provocadas, que el razonamiento ha sido reemplazado por la bronca y tiene más atractivo político quien promete encontrar culpables que quien demuestra capacidad para reconstruir sobre las ruinas.
La riqueza que se esfumó.
Con la devaluación, el default, el corralito y la pesificación, los argentinos han perdido su patrimonio, sus ingresos y su empleo. Al sentirse súbitamente pobre, la población cree que su dinero "se lo robaron" los políticos, los bancos y las empresas privatizadas. Se cree que esos recursos están en algún lugar, en alguna cuenta suiza, en algún cofre bancario.
Sin duda hubo corrupción. Probablemente la más alta corrupción en mucho tiempo. Pero la corrupción de los gobernantes no explica todo, ni siguiendo su rastro se encontrará el bienestar perdido.
Por la convertibilidad los argentinos nos comprometimos ante el mundo a introducir reformas para que, al final del "experimento", un peso valiera (de verdad) un dólar. La convertibilidad no era descriptiva de la realidad sino una promesa colectiva, un compromiso ético de trabajar mejor, tener mejores instituciones y merecer el nivel de vida que disfrutan los países donde la moneda es fuerte.
Convencimos a inversores y ahorristas de todas las latitudes que ingresaron sus capitales al país, suscribiendo bonos emitidos por el Gobierno y las empresas; comprando acciones; invirtiendo en líneas eléctricas, gasoductos, terminales portuarias, generadores y redes digitales.
La entrada de capitales permitió al Estado endeudarse para aumentar su gasto corriente, pagando sueldos, jubilaciones y pensiones a niveles internacionales, muy por encima de la riqueza creada por quienes los cobraban. Empujada por ese desajuste, la actividad privada debió acompañar esa fiesta distributiva. Aunque para ello debiese endeudarse a tasas superiores al retorno de sus inversiones.
¿Adónde fueron esos recursos? En la mayor proporción, fueron al bolsillo de la gente. Por eso ahora nos sentimos todos muy pobres. Durante ese lapso, el ingreso per cápita alcanzó u$s8.500 por año; ahora es de u$s 2.500. La diferencia era la prosperidad que se financiaba con dinero que entraba en las arcas del Estado (y empresas privadas), se contabilizaba como "deuda externa" y luego se ensobraba como sueldos de fin de mes o se pagaba por ventanilla a jubilados y pensionados, que igualmente se quejaban.
Las empresas pagaron sueldos como si sus empleados fueran norteamericanos, además de invertir en líneas eléctricas, gasoductos, terminales portuarias, generadores y redes digitales, para brindar servicios de Primer Mundo a una población que ahora es pobre y que no puede pagar las tarifas que corresponden a tamañas inversiones ni compensar su operación eficiente.
Los empleados, jubilados y pensionados de la Argentina, utilizaron ese dinero para mejorar sus consumos diarios (es la diferencia entre lo que se compraba ayer en el supermercado y lo que se compra hoy); adquirir electrodomésticos en cuotas; acogerse al Plan Canje; educarse en instituciones privadas; tomar créditos hipotecarios o conocer la vastedad del mundo.
Ahora preguntamos: ¿adónde está la plata que entró en ese período?
Ahí está: en celulares cancelados, departamentos hipotecados, automóviles de repuestos prohibitivos, juguetes con pilas inalcanzables, o servicios públicos con tarifas impagables cuando deban ajustarse. O en gaseosas con botellas descartables que se tomaban con naturalidad; o en foils de aluminio que las amas de casa utilizaban para envolver los alimentos. O en fotos en colores, con testimonios de algún viaje que ahora parece un sueño. Un verdadero museo de recuerdos del Primer Mundo al que optamos por renunciar, con tal de no cumplir con el compromiso implícito de la convertibilidad.
Es tentador criticar la convertibilidad por alentar el consumo, el endeudamiento y las importaciones. Pero eso no es resultado de la convertibilidad, sino de no haber entendido que ella implicaba el compromiso de introducir reformas para lograr competitividad internacional.
Si los argentinos, por una decisión colectiva, preferimos no introducir esas reformas, entonces no debemos adoptar la convertibilidad ni la dolarización, pues ambas implican el compromiso de hacerlo. En ese caso, se debe dejar que el salario se acomode naturalmente al ritmo de la devaluación de la moneda para que el "nivel de vida" refleje exactamente el costo de defender nuestro "modo de vida".
El gordo y el cinturón
¿Por qué falló la convertibilidad? ¿Cual es el factor que no se corrigió?
¿Cual fue el desajuste que paralizó el ingreso de capitales? ¿Por qué alguien dijo "el rey está desnudo" y se disparó el riesgo país?
Cuando el ingreso de capitales se detuvo en 1998, la Argentina debió reducir su gasto acomodándose a la ausencia de financiamiento. No lo hizo. Y la comunidad internacional comenzó a advertir que sus empresas carecían de competitividad para sostener el endeudamiento público y privado. Para mantener su tren de vida, el Estado se apropió de los ahorros, de los depósitos bancarios y del capital administrado por las AFJP.
¿Dónde está la competitividad?
El problema empresario eran los elevados costos de operar localmente (costo argentino). Y el mayor costo era el gasto público, reflejado en la presión fiscal (para los no evasores) y en el costo financiero (la tasa de interés).
Cada empresa argentina, para competir internacionalmente, además de sus salarios e insumos, incluye también una extensa nómina salarial oculta tras su carga de impuestos y su costo financiero. Es un verdadero "ejército de sombras" de empleados públicos, jubilados, pensionados, contratistas, promocionados, exceptuados, asesores, intermediarios y otros beneficiarios.
A ese ejército de sombras, con sutileza lingüística y abstracción econométrica, se lo denomina gasto público. Es la parte sustancial del costo argentino.
Demostrando una total insensibilidad social, algunos califican a la reciente devaluación como "muy competitiva", queriendo señalar que al haber pulverizado los salarios, ahora algunas empresas han recuperado su rentabilidad y el Estado ha reducido el gasto público, medido en dólares.
Antes era barato el capital y alto el salario. Ahora es a la inversa, como en la Edad Media. Pero esta forma de lograr competitividad implica retrotraer a la Argentina a la situación de un país primitivo, donde la población vive en condiciones degradantes, produciendo bienes que consumirán los habitantes de otras naciones, pero no ellos.
La verdadera competitividad se alcanza dignificando el trabajo, con aumento de productividad y no abandonando la moneda, ahuyentando el capital y licuando el salario. Con más inversiones de capital y tecnología y adoptando "reformas estructurales", para que el gasto público cree riqueza y se eliminen las regulaciones clientelistas que, como un rey Midas inverso, transforman en pobreza colectiva el fruto del trabajo nacional... en provecho de pocos.
Si la convertibilidad era un cinturón que presionaba la barriga de un gordo, la alternativa correcta era hacer adelgazar al gordo y no convalidar el desborde lípido soltando el cinturón.
Reconstruir la Argentina
Las transformaciones deben realizarse desde la política, pues si no, carecen de sustento en el largo plazo. Pero el problema tiene sus aristas, pues la política misma no quiere reformarse a sí misma.
Las distorsiones del gasto público y las regulaciones clientelistas implican intereses creados de todo tipo. Algunas son estructuras burocráticas, que hacen posible el empleo (improductivo) de mucha gente honesta, cuyo pecado es destruir riqueza en lugar de crearla. Otras son "cuasi rentas" o plusvalías privilegiadas que no merecen la misma valoración ética y que se sustentan en esquemas mafiosos de comisiones y retornos del sector privado a funcionarios corruptos, consolidados en redes poderosas y difíciles de desmantelar, que incluyen a los tres poderes del Estado. La crisis no solamente ha dañado el patrimonio y el ingreso de los argentinos, sino también su "capital social", entendido como los valores fundamentales de confianza y reciprocidad.
Estos se conservan en los núcleos mínimos de la familia, los amigos íntimos, la religión y los intereses compartidos. A nivel macro, rige la desconfianza, el temor y la frustración de expectativas. Para no mencionar la proliferación del delito y su correlato, la autodefensa armada.
Es sabido que la puesta en marcha del aparato productivo requiere solucionar de inmediato el problema del corralito; la reestructuración de la deuda pública y el reestablecimiento del crédito interno. Pero el crédito bancario y comercial son la contrapartida de la reconstitución del capital social.
Ambas cosas deben avanzar de la mano.
Y la sociedad solamente recuperará la confianza y estará dispuesta a la reciprocidad, cuando advierta que las transformaciones de fondo están en marcha, esta vez en serio. Como puede advertirse, es un largo camino, que no se agota en el debate del anclaje monetario o de la dolarización. Exige el esfuerzo concertado de todas las organizaciones civiles para apoyar a los líderes políticos que se atrevan a impulsar el cambio, aun a costa de la extorsión sindical, operaciones mediáticas y amenazas telefónicas.
Pero mientras la "llama sagrada" continúe ardiendo en los núcleos mínimos, existe la certeza de que la Argentina recuperará sus valores y volverá a ser un país que repatrié a sus hijos y reingrese sus capitales.