Artículo de "Argentina Days" - Propietario y Director: Santiago Manuel Lozano

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N ° 3/2006 - Año 7º

Buenos Aires, marzo 31 de 2006.-

La indispensable necesidad del perdón

Por Carlos Saúl Menem Para LA NACION

Hace ya 30 años, en la medianoche del fatídico 24 de marzo de 1976, fui detenido en la residencia de los gobernadores de La Rioja. Comenzaba la prisión decretada sobre mí por la junta dictatorial. Fueron cinco años de cárcel, primero en un buque de la Armada, luego en distintos puntos del país, sin ninguna causa, sin saber de qué delito se me acusaba, con mis bienes investigados, sin que se me imputase -ni finalmente encontrase- ninguna irregularidad. Como si se tratara de una pesadilla kafkiana. Para las instituciones del país y para los argentinos en general, y algunos en especial, comenzaba también una pesadilla mucho más atroz.

Por supuesto que fue para mí una larga etapa de padecimiento. Una de las cosas más dolorosas que aún recuerdo es que mis carceleros no me permitieran siquiera estar presente en el entierro de mi madre. Pero sufrí muchísimo menos de lo que padecieron los desaparecidos durante su tiempo de prisión oculta, torturas y ejecución sin piedad. Y muchísimo menos también de lo que sufrieron, y lo siguen haciendo, los seres queridos de los que nunca aparecieron.

También sufrí muchísimo menos que los secuestrados, torturados y asesinados por la guerrilla, que las víctimas inocentes de las bombas colocadas por aquellos que perseguían la instauración del colectivismo marxista, segando centenares de vidas, incapacitando a otros tantos. Menos que los soldados conscriptos asesinados por esos mismos delirantes mientras cumplían su obligación para con la Patria y que los policías muertos, a veces sin saber de dónde venía la bala asesina.

Trece años después, cuando, elegido por el pueblo, tuve el honor de llegar a la Presidencia de la Nación, lo hice con plena conciencia de que nuestra Patria se encontraba gravemente herida. La economía destrozada, la hiperinflación destruyendo ya las mismas barreras morales. Pero también herida por resabios de odio -la resaca de aquella borrachera sangrienta- que consolidaba e impulsaba un sentimiento colectivo de derrota. Cambiar ese pesimismo social para colocar a la Argentina de pie no sólo requería la transformación económica que produjimos, sino que exigía el cambio moral como pueblo: restaurar la paz y la armonía, condición indispensable para la realización del bien común.

Por eso, sin reparar en costos políticos, asumí la responsabilidad de avanzar hacia la pacificación nacional y hacia la reconciliación de los argentinos. Desde el pleno conocimiento de lo ocurrido, desde la conciencia acerca de las atrocidades cometidas, desde el grito colectivo de "Nunca Más" -nunca más a la dictadura sin ley, a los cultores e inspiradores del terrorismo-, entendí que era necesario pacificar, abrazando, de ser necesario, al hasta ese momento enemigo aborrecido. Perdonar, como claman, con cada vez más angustia, nuestros pastores. Hacer realidad aquel apotegma del general Perón, cuando en 1973 señalaba que "para un argentino no debe haber nada mejor que otro argentino".

La Argentina de aquellos años fue víctima de una furiosa locura entre hermanos, provocada por un mutuo y contradictorio delirio ideológico, que nos condujo por una senda trágica de horror, maldad e impiedad. Es necesario saber -si pudiese dársele una respuesta certera a la angustia de las madres y abuelas que todavía esperan- y, por saber, no olvidar.

Pero también es indispensable perdonar. Perdonar a todos, a los hermanos de las facciones enfrentadas. ¿Acaso puede invocarse la existencia de algún tratado internacional sobre los derechos humanos que cancele el derecho natural de los hermanos a perdonarse y, así, amarse mutuamente?

El autor fue presidente de la República de 1989 a 1999.

 

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